Cabeza fría, corazón caliente
Así, con esas cuatro palabras, dicen actuar las responsables de Las Nieves. ¿Cómo, si no? En un lugar indeterminado de la sierra madrileña (para protegerse del acoso y el ataque de los predadores: entre otros, los cazadores que abundan por la zona) cuidan de lo que se ha convertido, también según sus palabras, en una auténtica aldea canina: un albergue donde se ha acogido a más de 600 perros abandonados y maltratados. Desde allí se procura su recuperación (los efectos físicos y psicológicos del maltrato, de la enfermedad, de los accidentes, de la desnutrición) y se persigue un objetivo: su adopción. "En Las Nieves la protección animal se realiza con la cabeza fría y el corazón caliente. Es decir, de una forma responsable que evite problemas tanto a las personas como a los animales, sin por ello dejar de poner todo el cariño que sentimos por nuestros perros". Con la cabeza fría se soporta, por ejemplo, la visión de los galgos que se rescatan en condiciones desgarradoras (puro hueso, heridas por todo el cuerpo, marcas en el cuello si han intentado ahorcarlos -como es práctica habitual entre muchos cazadores españoles-, la más triste y exquisita timidez en los ojos); con el corazón caliente se levantan por las mañanas (ya haya cubierto una hiriente nieve todo lo que abarca la mirada o la calima del verano haga casi imposible respirar) las voluntarias que van cubrir con mantas esos sacos de huesos temblorosos de afecto y a curar sus herid as y a darles las medicinas que alivien su dolor y a cargar con los sacos de pienso y a reponer agua y comida y a limpiar las instalaciones y a realizar las interminables tareas de mantenimiento. Con la cabeza fría van a hacer las visitas al veterinario y a organizar los papeles y a pagar las facturas y a gestionar las adopciones. Con el corazón caliente se inventan maneras de luchar contra la burocracia, de buscar alternativas a las bajas entre los socios que la crisis ha provocado, de encontrar soluciones que nunca son las definitivas, de llamar la atención para sensibilizar a la sociedad del drama de esos perros tan necesitados: lotería de Navidad, cena benéfica, cartas a los políticos. O al revés: con el corazón helado de pena e impotencia y la cabeza echando humo de enfado y desesperación, alguien se aleja un momento, se sienta a la sombra de la encina que se recorta contra el paisaje, al fondo, y allí desahoga su amargura. Se oye ladrar a los perros y, de tanto en tanto, los disparos de los cazadores. Sólo hay una manera de sofocar esa rabia, ese dolor: pensar en Eddy, cuya deformidad, producida por el maltrato al que fue sometido, ha encontrado el descanso de un hogar; en Rocío, una preciosa podenca que sacó adelante en la calle a sus cinco bebés, ya todos adoptados (ella aún no); en Sombra, consumido por la depresión del abandono y que tardó tanto tiempo en conseguir adopción por ser negro (sí, han leído bien), pero ahora es feliz fuera de España, con su nueva famili a. Sólo su recuerdo (y el de los perros cuya adopción es difícil: demasiado viejos o poco agraciados o muy enfermos o con secuelas psicológicas y sociales producto de su experiencia) permite respirar hondo, alzar la vista, ponerse de pie otra vez y seguir adelante. Estas voluntarias no son personas sobrehumanas ni sus circunstancias son extraordinarias: trabajan, como casi todo el mundo, para comer, tienen familia y otras obligaciones, sus propios problemas. Pero si tienen algo extraordinario: su cabeza y su corazón.
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